Aunque en Cuba insistieran en llamarlo el Gallego Manolo, como a todos
los españoles que por décadas y siglos se habían asentado en la isla, siempre
que podía el viejo Manuel Mejido les aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no
lo hacía porque considerara que ser asturiano fuese mejor que ser gallego, o
catalán o andaluz, sino porque, a pesar de haber vivido tantos años lejos de su
terruño, en cada ocasión en que se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos
más ingobernables reavivan la memoria de aquel pueblito asturiano donde había
nacido y al cual, algún día, algún día, regresaría para completar el ciclo de
la vida. Porque Manuel Mejido aspiraba a descansar en la misma tierra donde
había nacido.
Y no era sorprendente que
Manuel así sintiera, pues era inevitable pensar en aquellas admirables montañas
verdes cuyo paisaje inundaba las ventanas de su hogar, aquellos lejanos días de
lluvia en los que, para ojos de un niño, los charcos se convertían en mil mares
cargados de aventuras; esas tardes invernales que se cerraban con una más que
deseada reunión familiar junto a la chimenea tras una jornada de aventuras bajo
la nieve. No había mejor infancia que la de Manuel Mejido, al menos, eso era lo
que él creía porque, nada más pensar en aquel pueblito asturiano su corazón
palpitaba con fuerza, el olor del aire fresco lleno de flora inundaba sus fosas
nasales y el ligero pero gélido viento del mar Cantábrico, a una enorme
distancia de Cuba, era capaz de ponerle la piel de gallina.
No recordaba muy bien por qué
razón se había asentado en Cuba. Lo que sí permanecía en su memoria era que ese
exotismo, ese calor, esas callejuelas interminables, ese enorme colorido...eran
realmente excitantes para un niño del norte. No obstante, ahora se sentía solo.
Tenía amigos, cierto es; sin embargo, tenía la impresión de que no le tomaban
en serio, de que pensaban que era un viejo loco por el que no valía la pena
preocuparse. Pero Manuel Mejido tenía una gran preocupación en su cabeza, pues,
estando tan lejos de su tierra y echándola de menos más que nunca, veía cómo su
sueño de regresar se hacía mil añicos al volver a la realidad y envenenarse con
la verdad de su pésima situación: pues, el pobre viejo hombre, apenas tenía
dinero, se pasaba todo el día deambulando por las calles y dormía en un humilde
piso con unos cuantos amigos. Lo que le seguía sorprendiendo hasta entonces es
que, de vez en cuando, hasta se dedicaba a robar en las calles, no con
deslumbrantes resultados, pues si los años y su débil forma física no le permitían
trabajar, tampoco le permitirían obrar como un buen ladrón. No recordaba muy
bien Manuel cómo había llegado a tal situación, pues la edad, ya avanzada, no
dejaba recordarle del pasado más que su querida Asturias. Pero de poco valía
soñar cuando era demasiado viejo para trabajar y demasiado débil para luchar.
No obstante, cierto día, un día
especial, como uno de esos en los que, repentinamente, se adentra en tus
pensamientos una idea fuerte, como una flecha de titanio que atraviesa tu
cuerpo dándole un fuerte impulso para actuar, Manuel se despertó con el peso en
su consciencia de que, en lugar de permanecer nostálgico y estático, debía
actuar, pues ya había perdido demasiado tiempo en añorar. Daba igual si no era
fuerte, si no era joven o si ya no tenía familia: tenía que volver Asturias.
Así pues, sin decirle nada a sus compañeros, se lanzó a las calles y, tan
motivado estaba, que no cogió ningún equipaje para su gran fuga. No tenía ni
idea de qué haría para conseguir un vuelo a su tierra natal ni cómo lo haría,
pero de algo estaba seguro: de que ese era el día y, el aeropuerto, la primera
pista para una gran aventura. Mas, el pobre viejo ya no se orientaba bien por
las calles, daba rodeos sin sentido: ¡hacía tanto tiempo que no salía al centro
de la ciudad! Sin embargo, acabó llegando al el aeropuerto, aunque hubiera
tardado medio día, siendo como solución perseguir a gente con maletas, lo que
tampoco era fácil ya que practicamente todos los turistas se iban en taxi.
Manuel intentó mirar los vuelos
disponibles, sin embargo, no podía: la presencia de la multitud le hacía
sentirse realmente mal y estaba más mareado que nunca. De pronto, algo llamó su
atención, pues unos cuantos guardias se estaban aproximando hacia él. ''No
puede ser que vayan a por mí'', pensó. Pero la situación no era así como se la
imaginaba, pues empezaron a correr hacia él. En seguida, Manuel se puso a
correr también. Cuando se paró, no sabía muy bien dónde estaba ni qué distancia
había recorrido. Desesperado, se dedicó a rodear las calles con un horrible
llanto melancólico y un tremendo dolor de cabeza.
Sin embargo, algo captó su
atención y le obligó a parar. Un local colorido que le resultaba familiar y
cuyo nombre se presentaba así: ''Les Xanes. Productos asturianos. Cultura
celta. Floristería.''. No tuvo ni tiempo para reflexionar y ya se vio a sí
mismo dentro de aquella tienda. Contempló los múltiples tonos de verde y la
enorme variedad de flores. Se quedó maravillado ante la enorme cantidad de
productos de su cultura que se encontraban en el aposento. Le impresionó la
ingeniosa alfombra que cubría el suelo y que parecía hierba sacada de, ni más
ni menos, que un campo asturiano al cual, justo ese mismo día, le había caído
una buena cantidad de lluvia, dejando su superficie de un verde
apasionantemente vivo. Sin embargo, lo que le dejó atónito en aquel lugar fue
una fotografía que cubría una pared entera, al fondo de la sala. Esa imagen, no
era una imagen cualquiera, era una fotografía que despertaba en él los más
profundos sentimientos; el corazón le palpitaba con fuerza, pues esas verdes
montañas eran las mismas con las que se solía despertar todos los días, con las
que se dormía, con las que se reunía tanto los días tristes como los más
felices, con las que jugaba, imaginaba, las que le animaban,...era la imagen
viva de su alma. Casi inconscientemente, se detuvo ante aquella pared y se
tumbó en la cómoda alfombra sin apartar la vista de las montañas. Sabía que era
estúpido hacer algo así en una tienda en la que acababa de entrar, sin embargo,
a él no le importaba. En cuanto a la dependienta, esta no le dirigió ni una
sola palabra, sólo le miró y, seguidamente, llamó a alguien por el teléfono.
Cuando llegó Félix, uno de sus
compañeros de piso, este exclamó:
-¡Gallego! ¿Qué haces? ¿Estás quemao?
Te estaba buscando.
-¿No ves que soy asturiano?
-ladró este felizmente, sin apartar la vista de su paisaje favorito.
-¡Parece tan feliz! -dijo la
dependienta -. Si quieres me lo puedo quedar por un día.
-¡Cómo quieras! -contestó, tras
lo cual dijo, dirigiéndose a Manuel -. ¡Perro estúpido...!
-¡Pobre! -exclamó la
dependienta -. Se nota que echa de menos a Manuel.
-Sí -afirmó Félix -. A veces
pienso que Gallego es el mismo Manuel.
Aleksandra Hodur. 2º de Bachillerato
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