Aunque en Cuba insistieran en
llamarlo el Gallego Manolo, como a todos los españoles que por décadas y siglos
se habían asentado en la isla, siempre que podía el viejo Manuel Mejido les
aclaraba: “Asturiano. Soy asturiano”. Y no lo hacía porque considerara que ser
asturiano fuese mejor que ser gallego, o catalán o andaluz, sino porque, a
pesar de haber vivido tantos años lejos de su terruño, en cada ocasión en que
se le despertaba la nostalgia, sus recuerdos más ingobernables reavivan la
memoria de aquel pueblito asturiano donde había nacido y al cual, algún día,
algún día, regresaría para completar el ciclo de la vida. Porque Manuel Mejido
aspiraba a descansar en la misma tierra donde había nacido.
Llevaba cuarenta años viviendo en Cuba,
aunque, echando de menos todos los días su pequeño pueblo asturiano.
En este país conoció a una bella mujer cubana a quien desde el primer momento
que la vio, se enamoró y con la cual se casó y tuvo un bello niño a quien
quería mas que a nada.
Un día, dando un paseo con su hijo, llamado también Manuelito, este le preguntó a su padre sobre esa tierra asturiana de la cual habia escuchado tanto desde bien pequeño. Le preguntó si alguna vez conocería ese sitio ya que, según lo que su padre hablaba, le parecía un lugar mágico y hermoso. Manuel tristemente le decía que esperaba enseñarle esas tierras que el tanto amaba.
Un día, dando un paseo con su hijo, llamado también Manuelito, este le preguntó a su padre sobre esa tierra asturiana de la cual habia escuchado tanto desde bien pequeño. Le preguntó si alguna vez conocería ese sitio ya que, según lo que su padre hablaba, le parecía un lugar mágico y hermoso. Manuel tristemente le decía que esperaba enseñarle esas tierras que el tanto amaba.
Siete años después, Manuelito ya era mayor de edad y ya se había olvidado de la tierra de la cual su padre tanto le hablaba. Su madre habia enfermado hacía unos años y a la pobre mujer no la pudieron salvar; ya hacía unos meses que la mujer había fallecido, pero Manuel no se recuperaba. Todos los días al levantarse se quedaba sentado en la cocina y no se movía en todo el día de esa silla. Su hijo, al ver esa imagen, ya no sabia cómo animarle. Pero se le vinieron a la cabeza esos paseos de pequeño con su padre, en los que hablaban sobre la tierra asturiana a la que echaba tanto de menos su padre. Al recordar esas conversaciones, Manuelito sonrió, fue a la cocina, le dio un beso y un abrazo y se fue de casa sin decir nada y con una caja en la mano. Su padre miró extrañado a la puerta, pero siguió sentado en la silla sin moverse.
Al anochecer, Manuel estaba preparando la cena cuando llegó
su hijo y, sin decir ni una sola palabra, se metió en su
habitación. Al escuchar a su padre llamarle para cenar salió con una
sonrisa en la cara y se sentó a cenar. Antes de acabar, el chico se levantó y
se volvió a encerrar en su habitación. Quince minutos después, salió
con una caja envuelta y se la entregó a su padre, Manuel, extrañado por ese
detalle, se puso a abrirlo, temblando, ya que no lo esperaba. Cuando abrió la
caja, se le cayeron varias lagrimas y se levantó a darle un abrazo a su hijo,
dándole las gracias. Su hijo se emocionó y empezó a llorar junto a
él. Al separarse de ese abrazo tan bonito, sonrieron.
Manuel y su hijo estaban a punto de embarcar, eran muchas
horas de viaje y Manuel tenia muchos sentimientos encima: estaba emocionado y
feliz, y a la vez, nervioso y triste. Por una parte, le entristecía
dejar atrás Cuba, donde habia vivido tantos años, tantos momentos y había
formado esa hermosa familia. Manuel se giró, miró a su hijo y sonrió. El chico
tenía la misma cara que su madre, esa cara tan hermosa que le enamoró desde el
primer segundo. Recordó a su mujer, le hubiera encantado ir a Asturias, y
conocer esa tierra de la que su marido tanto le había hablado. A Manuel se le
escapó una pequeña lágrima y sonrió porque estaba cumpliendo su sueño.
Al montar en el avión, miró a su hijo y le volvió a dar las gracias por cumplir el sueño de volver a su querida tierra asturiana, miró por la ventana y al rato se quedó dormido. Manuelito, al acabar de vestirse, se puso a mirar por la ventana y sonrió al ver el hermoso paisaje asturiano. Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando escuchó unos gritos y unas risas. Fue hacía el salón y encontró a su pequeño hijo Manuel y a su hermosa mujer jugando con él. Miró esa tierna imagen y sonrió.
Cuando aparcó el coche, su pequeño se posó corriendo y su mujer le cogió de la mano. En la otra, tenía una hermosa rosa. Miró a su mujer y siguieron adelante. Cuando llegaron, el niño ya habia posado su rosa. Manuelito miró hacia abajo y posó la suya. Se quedó un rato mirando hacia la tumba de su padre y se sintió orgulloso por haber cumplido su sueño.
Rebeca Fernández Piñera. 1º de Bachillerato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario